lunes, 7 de abril de 2014

Antes de dar dinero a un pobre, lee esto…



La palabra limosna, de origen latino, tiene raíces en el griego y viene a significar compasión. Compadecer puede entenderse por sufrir con, es decir, comprender lo que está sufriendo mi prójimo y tratar de remediar su sufrimiento con mi ayuda, no sólo económica, sino sobre todo de solidaridad, de acompañamiento.
 
Podemos dar limosna para que el que pide ya no esté molestando. Podemos dar porque nos conviene por la deducibilidad de impuestos. Podemos dar porque es una buena propaganda para nuestro producto. Podemos dar para sentir que somos buenos o para que otros vean que somos buenos.
 
En estos casos, nos alzamos de hombros y decimos “que suelte la leche la vaca aunque respingue”. Qué bueno que estas personas ayudan aunque sea por interés propio, peor sería que no lo hicieran.
 
Podemos dar limosna porque nuestra naturaleza humana de por sí es buena y no soportamos que alguien sufra y podemos dar limosna por amor al prójimo y por el amor de Dios, tal como pedían nuestros limosneritos todavía hace poco tiempo: “una limosnita por el amor de Dios”.
 
La historia de san Martín Caballero, obispo de Tours, es un ejemplo de la limosna cristiana: un soldado romano que se compadece de un pordiosero que se muere de frío y partiendo su capa le da la mitad. Por la noche sueña a Cristo vestido con su media capa y diciendo: “Martín me ha dado su capa”. Jesús nos dice que es a Él al que socorremos cuando hacemos una obra de misericordia.
 
Los discípulos de Jesús estamos obligados a dar limosna tanto cuanto estamos obligados a amar a nuestro prójimo, por quien, a ejemplo del mismo Cristo, deberíamos estar dispuestos a dar hasta la vida.
 
La situación de nuestras grandes ciudades ha despersonalizado hasta a los pordioseros: ya no los conocemos, desconfiamos de su necesidad y de cada uno de ellos sospechamos que es un estafador. La ciudad nos ha deshumanizado. Preferimos dar nuestra ayuda por medio de alguna institución que vea por la promoción de los más necesitados, como el Teletón, la Cruz Roja o Cáritas.
 
La limosna es una forma de hacer penitencia por nuestros pecados, y el darla nos purifica y santifica, porque nos permite amar y hacer algo por nuestros hermanos.
 
Nos dice la Iglesia que la limosna debe ser JUSTA, es decir, que el que más tiene más debe dar; PRUDENTE, es decir, que debemos ver que el que la va a recibir realmente la necesita y no la va a usar para un mal fin; PRONTA, es decir, que no le hagamos perder su tiempo al que pide ni le demos falsas esperanzas; ALEGRE, porque Dios ama al que da con alegría; SECRETA, porque Jesús nos dice que no sepa nuestra mano izquierda lo que da la derecha; DESINTERESADA, es decir, que no tengamos segundas intenciones al dar, como, por ejemplo, esperar alguna ayuda del necesitado; y DIGNA, es decir que no ofenda la dignidad del que recibe, ni lo hagamos sentir mal.
 
Posiblemente digamos que hoy en día ya no podemos dar limosna porque ya no sabemos a quién; pero si abrimos bien los ojos nos daremos cuenta que hay muchas personas que necesitan nuestra limosna y que, quizá, nunca nos la van a pedir.
 
No necesitamos una trabajadora social que investigue para darnos cuenta de que un familiar o un vecino están pasando por momentos muy difíciles por la pobreza o por la desgracia.
 
No esperemos que nos pidan, acudamos generosamente en su ayuda sin lastimar sus sentimientos y sin esperar agradecimientos. Decían los limosneritos: “que Dios se lo pague”, y es muy cierto, Dios sabe pagar y paga muy bien.
 
Fragmento de un artículo publicado en el semanario Desde la Fe

sources: Desde la fe

No hay comentarios.:

Publicar un comentario